Cuando morí chamusqueado en un avión colombiano que nunca llegó despegar desde Medellín con rumbo a Bogotá, me encontraba en el esplendor de mi vida. Mi padre, que también era mi abuelo y mi tío, ya había muerto hacía mucho tiempo, al igual que mi madre, que también era mi hermana y ex-cuñada de su propio esposo. Y mi crianza, fue encargada a una de las empleadas de mi padre a quienél me había regalado, por ocultar mi indigno origen, muy a pesar de las protestas (que prácticamente ni se dejaron sentir) de las hermanas de mi madre, quienes también habían sido poseídas por aquel influyente coronel, jefe de policía y líder político, que era mi padre y de los murmullos de un uruguayo pueblo silente ante semejante poderío. En ese contexto comencé lo que fue mi -azarosa- historia que encontró sus primeros capítulos en una vieja y quieta calle aledaña al mercado central de frutas y verduras, que quedaba cerca al edificio art decó, donde yo vivía y donde se me conocía como el “Morocho de Abasto”.
Desde joven, aprendí como acoplar mi voz a la guitarra y en la payada encontré la formula que desarrollaría mi natural instinto de recitar con rimas, mis improvisaciones, mientras mi buen amigo Pepe Bertolitti contestaba payando, en contrapuntos que muchas veces terminaban refiriéndose a mi como “Zorzal Criollo”.
A mis veintidós años, luego de una noche muy confusa que no recuerdo con claridad, producto de los excesos propios de mi ritmo de vida, que algunos hoy llamarían
bohemio, amanecí en una provincia rodeada de andes, al sur de Argentina, cuando un policía se me acercó y tranquilamente me detuvo por haberme visto implicado en un
episodio sangriento que nunca comprendí. Estuve recluido un tiempo antes de ser expulsado de ese “país adoptivo”, que de todas formas jamás me dejó de querer, ni siquiera en aquella oportunidad, veinticinco años después, cuando que un público enardecido me abucheó en pleno recital en el cine Florida, por consideraciones de orden pasional: los argentinos son muy sensibles con el tema del fútbol y son además grandes amantes del tango. Así que me invitaron a cantar en la concentración de la selección antes de disputarse la primera final de un mundial de fútbol frente Uruguay, quien finalmente alzaría la copa... también me habían invitado a cantar en la concentración del equipo celeste. Esos dos hechos, sumados al que me declarara uruguayo en un diario argentino, había generado la molestia de los vecinos del “otro lado del charco”.
Pero nada me impidió regresar a
mi Buenos Aires querido. De hecho, era un placer acudir a sus bares de camareras, en particular, el de Madame Bogart. Ella siempre fue generosa conmigo en las artes amatorias. No era exclusiva mía, ni yo de ella. Por un muy corto período de más de veinte años (
que en realidad no es nada) yo establecía relaciones con cualquier fémina que compartiera mi misma moral sexual… y las habían muchas, pero sería solo con Isabel Llanos, con quien entablaría una relación fuera de la oscuridad de lo incógnito.
Al caer la noche, visitaba a Madame Bogart, mujer dispuesta y muy distinguida, que me proveía de un ramillete de señoritas, único en la ciudad. Así conocí a la
rubia Margot y a Rosa “la Milonga”. Y así entre muchísimas aventuras, tuve una vida pues, agitada y –aparentemente- feliz. Quienes me veían sabían que era jovial, divertido, optimista y muy risueño. Pero lo que casi nadie nunca supo, ni siquiera Isabel Llanos, es que en soledad afloraba el verdadero yo: retraído, absorto, contemplativo, cargado de una tristeza tortuosa y lúgubre, la tristeza de alguien que tuvo la vida que yo tuve… de todas formas, si en algo de coincidencia había, es que todos notaban que yo nunca dejé de ser lo que siempre fui: un niño (juguetón para algunos e ilegítimo y obsequiado a una francesa para otros).
Por ello, fue que para olvidar mi historia, amores y problemas, las noches cargadas de tango, sexo, alcohol, tabaco,
tauras cantores, broncas y entreveros; eran un escape rutinario, marcado por el rito nocturno de esas noches bonaerenses llenas de deliciosos excesos. Así, fui el amante predilecto de doña Rita, esposa de un promotor de espectáculos en los locales donde yo era asiduo. A veces, mientras Henry, el promotor, estaba con nosotros, yo cogía la guitarra y en compañía del pianista del lugar improvisábamos canciones poniéndole letra a la música tanguera, que por aquellas épocas eran meramente instrumentales. Pero, cuando Henry se ocupaba de sus negocios, doña Rita ya tenía todo presto para sacudirnos de la tensión sexual, que mientras tanto, nos había ido colmando.
Una vez, y casi a la edad de Cristo, escapé de mi final cuando saliendo de un salón de baile en el barrio de La Recoleta, unos tipos que –yo estoy seguro que eran enviados de Henry- me encajaron una bala en el pulmón izquierdo, que se quedaría ahí de por vida. Creo que eso mejoró mi voz… y en tono sarcástico me comenzaron a llamar “El Mudo”.
Luego de mi recuperación en mi tierra natal, viajé a Europa donde conocí a la Baronesa Dolly Bakersfield, dueña de una fábrica de cigarrillos. A pesar de sus seis décadas, se trataba de una mujer bien conservada y especialmente dadivosa conmigo, pues no solo me regaló un imponente automóvil negro con el que aprendí a conducir en Francia, sino que financió mis primeras películas. No por nada me decían “El Francesito”. Yo correspondí a sus cuidados, haciendo lo que mejor sabía hacer: cantándole y acostándome con ella…
Pero todo ese tiempo, siempre viví con el alma aferrada a un dulce recuerdo, que lloré cada vez que aterrizó en mi mente, la febril y errante mirada de Isabel Llanos, quien durante tantas noches, pobladas de nostalgia, encadenó mi soñar. Siempre escuché decir que el olvido todo lo destruye al punto de matar una vieja ilusión y, sin embargo, hasta ahora que ya estoy muerto, albergo escondida una esperanza humilde e ilusa, que es todo el patrimonio de mi corazón.
Por eso, en vida volví a ella después de mucho tiempo y con la
sien ya plateada, aunque solo hasta que el salvaje oportunismo de sus familiares, me alejó definitivamente de ella.
... Sin duda alguna, mi vida fue un tango:
chan, chan!