viernes, agosto 31, 2012

Santa Rosita de Lima… ruega por nosotros: un diccionario popular

Ayer me subí una coaster de dos puertas. Es como una combi pero más grande. En el Perú tanto la combi, como la coaster son  herramientas de trabajo popular que circulan por las calles urbanas con el objeto de maltratar a su carga (conformada mayoritariamente por pasajeros y bultos), se rige por sus propias reglas de tránsito (que casi nunca coinciden con las oficiales) y son fuente de inspiración una y de mil y un anécdotas que en su conjunto dan forma a la llamada “cultura combi”. 

Subí por la puerta de bajada (como suele obligar el destartalado vejestorio) luego de haber trotado a paso ligero hasta la mitad de la cuadra (50 metros pasado el paradero) porque ahí se detuvo, con ágil y temeraria maniobra, el conductor que, dribliando baches y viejecitas con bastón, se hizo notar con el respetable rechinar de sus llantas desgastadas.

Cuando quise bajar, tuve que seguir el protocolo estandarizado en el negocio del transporte urbano limeño, para lo cual el cliente debe informar su deseo al cobrador con un “esquina baja”. Así de básico. Sin usar la preposición “en”, el artículo “la” o la expresión “por favor”. Másd que nada porque ninguna de estas tres cosas son entendidas por el cobrador quien en un arranque de confusión salvaje puede pasarse de largo el paradero deseado en perjuicio del pasajero.

Ser cobrador es un oficio extraño que solo conozco de su existencia en el Perú. No se requiere haber estudiado (nada), pues el conocimiento empírico basta. Leer y escribir tampoco es imperativo. Por lo general, se exigen tres requisitos mínimos para poder dedicarse a este necesarísimo trabajo (no entiendo cómo hacen en otros países sin su existencia): (1) muy mala educación, (2) habilidad matemática para dar el vuelto con algunos centavos de pérdida para el pasajero, y (3) un intenso gusto por la salsa y la chicha (que ahora los marketeros han renovado con el nombre de cumbia peruana). A veces, se exige un cuarto requisito: tiempo libre que deja su carrera de asaltante o malhechor de poca monta.

Como es costumbre, el cobrador me informó que la bajada sería por la puerta en cuya parte superior hay un sticker con letras rojas que emulando manchas de sangre dice “SUBIDA”. Rápidamente, y a tropezones, intenté atravesar la maraña de gente que cuelga de un tubo que atraviesa en forma longitudinal en el interior vehículo, que como su esófago guía el rumbo de los pasajeros que obedecen las “amables” instrucciones del cobrador que con “gentil delicadeza” los conmina a introducirse en las entrañas más profundas del hediondo vehículo con un “al fondo hay sitio pues… ¡Escolar!, colabora que estoy trabajando, si no te bajas”.

Cuando llegué, y luego de tantear mis bolsillos para revisar si alguien me había hurtado la billetera o el celular, vi a través de los vidrios de la puerta trasera que la esquina donde suele dejarme “el carro” (qasí se le conoce en el argot "comístico": "el carro") pasaba de largo. Recriminé de un extremo a otro al cobrador y me respondió “solo en el  paradero, señor”. Esto me sorprendió pues no sabía que esa esquina donde siempre me obligan a bajar con un “aproveche los que bajan”, no era un paradero. Pero lo que más me sorprendió fue que ¡respetaran los paraderos!

La justificación del cobrador vino de inmediato. “Hoy es día de Santa Rosa de Lima…”. Cuando comenzaba a sentir cierta satisfacción porque pensé que estaba presenciando otro milagro de la “Patrona de la Américas”, el cobrador continuó hablando “los tombos están al asecho de su tajada”.

Con el nombre de tombo se le conoce al personaje nacional que se caracteriza por detener vehículos particulares con cualquier excusa mínima para poder beneficiarse de una “coima” o “mordida” (frutos ilétimos que no representan mayor esfuerzo post-cobranza para el beneficiario), mientras ven pasar ante sus ojos miles de infractores a las reglas tránsito, a la seguridad vehicular y al medio ambiente, sin tomarse la molestia de levantar una papeleta (o sanción), pues eso implicaría mucho papeleo y trabajo administrativo posterior. Algunos, también designan a los “tombos” con el nombre de “policía”.

En el Perú, pública y oficialmente se comenta que “no todos los policías son iguales y que lastimosamente por una minoría toda la institución se ha visto desacreditada”. Personalmente, confieso que yo he de haber tenido muy mala suerte porque siempre me he topado con esa minoría, y más bien, nunca conocí a un tombo que forme parte de esa mayoría (que ya no se si es ficticia o real)… Aunque si el discurso oficial dice que esa mayoría existe, pues entonces, ¡existe!

Al bajarme advertí que un patrullero estaba deteniendo a un micro (entiéndase: combi gigante) por haberse detenido en la esquina donde yo me quería bajar.

Cuando llegue a casa, entre a mi facebook y publique: Santa Rosita de Lima… ruega por nosotros… y muchos pusieron “Me Gusta”, pero nadie supo porqué lo publiqué, hasta ahora…

domingo, agosto 19, 2012

El lujo de la salud (seguros que no aseguran y coberturas que no cubren: ¡gracias clínica!)

(…beeeep… beeeep… beeeep…) Abro los ojos. A veinte centímetros de mi rostro, un techo... ¿una tapa? No hablo. No puedo. Estoy impactado. Me siento encerrado. ¿Me enterraron vivo? ¡MIERDA! ¡ME ENTERRARON VIVO! Escucho en off mi voz dentro de mi cabeza… “¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?” No me puedo sentar porque no tengo espacio. “Me pica la nariz… ¿qué pasa? No me puedo rascar. Mis manos están sujetas a los lados, junto a mis piernas.” (…beeeep… beeeep… beeeep…). Las toco. “Sí, sí, aquí están”. Me cuesta trabajo levantar la cabeza para aguaitar. Lo consigo… pero no logro ver más allá de mis muslos cubiertos con una manta de felpa guinda (…beeeep… beeeep… beeeep…)  ¿Qué suena? ¿Dónde estoy? ¿Habré sufrido un accidente? Mi corazón se agita (…beeeep… beeeep… beeeep…). Me pongo ansioso y justo antes de intentar escapar como lo hizo Beatrix Kiddo interpretado por Uma Thurman en Kill Bill, tuerzo el cuello hacia arriba y descubro que está abierto y afuera hay otras máquinas. Transcurridos los treinta segundos más largos de mi vida, lo recordé todo. “Y pensar que tuve que pagar S/. 181,00 para ‘sufrir’ durante esta resonancia magnética”, que había sido ordenada por el médico en una segunda consulta de S/. 75,00.

Un lúgubre y frío salón. Una vieja silla solicitaría rodeada por una cortina que gira en forma circular, muy pegadita a ella. “Entre ahí y quítese la ropa”. La última vez que me habían ordenado eso, estaba en un consultorio luminoso y me solicitaron echarme, boca abajo, en una camilla justo antes que el médico me bajara la trusa (ese fue el término que utilizó ‘trusa’). En aquella oportunidad, me sentí asustado y solo atiné a cerrar los ojos y confiar en el profesionalismo del médico. Si había costado S/. 75,00 aquella primera consulta y confié en que no debía preocuparme demasiado. “Es correcto, tiene una cadera más alta que la otra… una de sus piernas es más larga. Ese es el producto de su escoliosis. Vamos a hacerte una radiografía, para ver la separación de vértebras y de ser así, una resonancia para descartar hernias. Va a tener que ayunar por 24 horas y tomar purgantes”. Por eso, en esta oportunidad, le hice caso al técnico de radiología, y un poco más confiado que la vez anterior, me desvestí haciendo malabares en ese pequeño espacio. “No es necesario que se quite las medias y el calzoncillo”, me dijo el técnico. Afortunadamente, no traía ropa interior con huecos. La silla solo me sirvió para hacer más difícil la tarea y para dejar colgada mi ropa. Cuando terminé la difícil labor de quitarme la ropa, me quedé ahí parado, semidesnudo, con frío y mucha, pero mucha, hambre, mientras el técnico se seguía peleando con la inmensa máquina de color verde (eso parecía, que se pelaba).

Por aquí señor, de pie, póngase derecho. No así no, derecho. No se tuerza para un lado señor. Párese derecho, por favor”.Amigo”, lo interrumpí, “justamente para eso es la radiografía: porque tengo una pierna más larga que la otra y no puedo pararme derecho”. “Ah. Ok”. Se siente huevón. Me colocó en una posición de contorsionista semi-profesional y cuando estuve a punto de caerme, intempestivamente se alejó a paso ligero gritando “No se mueva, no se mueva, no respire, no respire…· (Kron, Kron). ¡Listo! Esa fue primera toma. Faltaban tres más complejas: posición Nº 2 de contorsionista profesional “No se mueva, no se mueva, no respire, no respire…” (Kron, Kron); posición Nº 3 de contorsionista profesional avanzado “No se mueva, no se mueva, no respire, no respire…” (Kron, Kron); y, posición Nº 4 de contorsionista experto “No se mueva, no se mueva, no respire, no respire…” (Kron, Kron)... “Y pensar que tuve que pagar S/. 81,70 para ‘sufrir’ durante la toma de estas radiografías”.

Usted no tiene nada señor Lindley. Puede ir en paz”. Estuve a punto de responderle al médico en esa tercera consulta de S/. 75,00demos gracias a Dios”, pero casi hubiera preferido que me detectaran algún mal, pues haber entregado S/. 487,70 (sin contar las muy onerosas terapias) de mi dinero para que me digan que si no hubiera ido a la clínica, no hubiese habido diferencias… es hasta un poco frustrante.

Todos me dicen: “y agradece que estabas asegurado. Imagínate si no cuánto te hubiera costado”. Yo siempre respondo que, en realidad, estoy obligado a tener un seguro por el modo como se ha estructurado el mercado hoy en día (por lo menos en el Perú). Si no existieran los seguros los precios no estarían inflados y lo que se cobraría por los servicios médicos sería casi igual a lo que pago hoy en día con un seguro. Me explico. La clínica sabe que el cliente (porque no es “paciente” sino “cliente”) está dispuesto a pagar S/. 75,00 por consulta. Entonces, aumenta el precio de sus servicios para que el excedente lo pague el seguro y el consumidor siga pagando S/. 75,00. La clínica sabe que para una radiografía el cliente pagará hasta S/. 81,70. Repite la estrategia: sube el precio para que lo que le corresponda pagar al cliente (en este caso 25%) sea S/. 81,70. La resonancia magnética, igual S/. 181,00 es el 25% del precio inflado.

Y claro, nadie se puede hacer un examen sin previa indicación del médico, que en cada consulta le cobra al cliente S/. 75,00. Para evitar que te lleves las instrucciones del examen a otras clínicas más baratas, estas se quedan con ellos y pasan directamente del consultorio a radiología, laboratorio, etc.

Y cada vez que paso mi tarjeta por el POS de la clínica, limpio las pequeñas gotas de sangre que chorrean de ella y me pregunto con indignación ¿para qué pago S/. 89,03 al mes por un seguro que no me asegura, con coberturas que no me cubren? No hay vuelta que darle, en el Perú, la salud es un lujo… y un lujo es el de las clínicas que se llenan los bolsillos con el dinero de los enfermos y de los seguros, quienes a su vez, se financian con el dinero de los asegurados, es decir, de los propios enfermos. ¿Hay algo que no está bien, no?